Cuando nos enteramos de que habían atentado en Barcelona, mi
hija mayor y yo estábamos en una zona igual de concurrida y turística, pero en
Madrid. Podría haber pasado allí perfectamente... Al llegar a casa y ver las
noticias, solo me salió maldecirles al mismo tiempo que llorar y decir que no
entendía tanto odio contra gente inocente. Niños muertos, familias rotas. Familias como
la nuestra. Y entonces mi hija mediana, 11 años, dijo:
“Porque seguramente
nadie le trató nunca con amor. Ni siquiera cuando fue pequeño”.
Los adultos que estábamos allí, que éramos unos cuantos, le miramos
con condescendencia. Alguien se atrevió a decirle que se callara. Que no sabía
nada, que era una niña y que todo era mucho más complejo. Mi hijita calló. Me
dormí con tristeza y sensación de vulnerabilidad absoluta.
Y luego las noticias otra vez… la imagen de tres chavales. Y
él, el asesino… cinco años más pequeño
que la mayor de mis hijos. Son unos niños!!! Y la tristeza inmensa otra vez.
No quiero que se me malinterprete. Condeno absolutamente los
hechos. Entiendo el dolor que han dejado en las familias, en la
ciudad, en el país. Pero desde que he
visto esas fotos no paro de preguntarme qué ha pasado. En qué momento un niño llegado
a España con 3 años, que hablaba perfectamente el catalán, que jugaba fútbol en
la calle con sus amigos… cambia. En qué momento empieza a llenar su cerebro y
su alma de odio y tiempo después decide coger una furgoneta y llevarse a todos
por delante. Dónde hemos fallado como
sociedad para que esto ocurra y en qué medida es nuestra responsabilidad. Porque desde luego, esto no ha pasado en
cuatro días.
Y me pregunto más cosas: Qué diferencia entre Moussa y un
chico en EEUU que un día decide coger un arma y matar 15 compañeros en su clase.
Pegarse un tiro. Qué pasa por esas mentes y en qué momento deciden que no
importa nada. Ni su propia vida. Ni la de otros.
Nada es casualidad. Y me explico. En estos dos días he leído muchos artículos
relacionados. Especialmente uno en El
País Semanal: “Fabricando a un yihadista” en el que cuentan las situaciones
en las que llegan algunos de estos chicos. Pobreza, familias rotas… nadie que cuide de
ellos de ninguna forma. Poco amor.
Y la sensación de no pertenencia. De que tu piel, tu
apellido, tu origen te marca para siempre.
Es muy difícil crecer sintiendo que no se te acepta. Y de esto puedo hablar
en primera persona porque me ha pasado mil veces que me han mandado “a mi puto
país”… También recuerdo con tristeza las
veces que mi hija fue discriminada por su color de piel y sus rasgos. Como
aquella vez que jugando en el parque otras dos niñas se le acercaron para
decirle que “las cuidadoras no podían usar los columpios”. Poniendo énfasis en cuidadora, como si fuese
el mayor de los insultos.
Pequeñeces. Júntalas todas.
Y entonces se me cae todo lo aprendido. No me sirve de nada
todo lo que leí, lo que nos enseñaban en “guerra
y paz en el mundo contemporáneo” … Patrañas.
Vuelvo a mi hija de 11 años. La que cree que solo les faltó
amor. Y lloro. Porque finalmente creo
que estos chicos han sido herramientas del verdadero terrorismo. Los verdaderos desgraciados están viendo todo desde su pantalla; festejando.
Y sí: Quiero criar para la paz y enseñar a mis hijos que no hay diferencias entre ellos y otros.... pero es tan difícil. Se han llenado de mensajes horribles las redes sociales y de insultos a unos y otros. ¿Cómo escapar a todo eso?
Moussa ha muerto. Quedan muchos Moussas. Estos niños nos matan.
Pero nosotros disparamos primero.
1 comentario:
Me ha encantado tu reflexión y me han emocionado las palabras de tu hija, que con solo 11 años haya visto una de las raíces del problema de esos terroristas.
Publicar un comentario