Aquel día nevó. Hacía frío y el camino se hizo largo. Fueron sólo tres o cuatro calles antes de subir al taxi y volver a entrar en calor. Se me hizo eterno. La nieve no cuajaba; eran copos tímidos que tocaban el suelo y se desvanecían. A mi me daba la impresión de que caían en cámara lenta. Nunca me ha gustado el invierno. Estaba muerta de miedo, de mal humor y mal dormida. En el estado de ánimo perfecto para ser carne de cañón. Al salir de casa eran las 14:30 y en menos de dos horas la tenía ya en mis brazos.
Mi primera maternidad fue inesperada. Hacerme madre fue instintivo y natural. Tuve un primer parto gozoso y no me cuestioné nunca que pudiese ser diferente según qué latitudes. Después de muchos años, de otras maternidades inconclusas y de ponerle pretextos a la vida... decidí que había llegado el momento de intentarlo otra vez.
Llevo mal los embarazos. Nada que ver con esa "dulce espera" que cuentan en las revistas. Naúseas y malestar desde el "positivo" hasta el último pujo. Cansancio crónico y sueño interrumpido. Útero inquieto, que me obliga a permanecer en reposo (si eso existe cuando ya se es madre de uno) durante meses: atada al prepar y a mis oraciones.
Pero no importó. Tenía tantas ganas de arrullar de nuevo, de perderme en los ojos de mi recién nacido... de olfatear cada centímetro de su piel suave, de cogerle y no dejarle ir... que pudo más mi llamado interior y avancé hacia mi Piojilla.
Después de un embarazo "as usual", llegó el día. No fue el parto que yo quería. Piojilla no tuvo el nacimiento que yo imaginé tantas veces y por el que había luchado en soledad. Hasta ese momento viví la maternidad como algo mío, intransferible y precioso. No compartí con nadie mis miedos ni mis saberes. Iba de sabidilla y de enterada, solita. No participaba en grupos de madres, ni se me ocurrió que una cosa así pudiese existir. Vaca al matadero. Y a pesar de que el médico elegido medio-respetó mis quereres, me robaron - nos robaron - nuestro momento de gloria.
¿Rencores? Alguno queda... No creo que pueda olvidar nunca los dos segundos que la dejaron estar sobre mi pecho: sin tono, sin respirar ni emitir sonido alguno, con un color imposible de definir. No olvidaré que no nos dejaron tomar fotos hasta después (¿por si acaso qué?) y que la vi desaparecer hacia quién sabe donde... que mientras el tiempo se detuvo, por un instante, sentí que no volvería a verla.
Y entonces.... Lloró. Con ese llanto fuerte y aguerrido que le define. Mostrando carácter desde aquel primer minuto. Intubaron -quien sabe qué más- y lloró. No, no lloró: fue más bien una protesta sonora. Un grito de guerra. A ella ese llanto le inauguraba la vida, a mí me la devolvía.
No quiero entrar ahora en los detalles que hicieron que su nacimiento acabara de esa forma. Simplemente apuntar que fue el resultado de un cúmulo de intervenciones innecesarias. Que el estrés, el miedo a "lo anunciado" y las amables palabras de la matrona (que me sentenció en cuanto supo que yo era de las que "no quería epidural"), pudieron conmigo. Entonces no tenía el apoyo de la red de mujeres que hoy conozco, ni me sentía protegida por nadie más que por mi marido.
No fue suficiente. Mi Piojilla nació así. En un día nevado fue el único rayo de sol. Antes de ella, sugería discretamente, comentaba a mis vecinas y a alguna amiga cercana, otras formas de parir; otras formas de criar. No me atrevía a hablar ni muy fuerte ni muy claro porque me quedaba al margen. Era un perro verde entre la multitud "normal".
Entonces lloró. Y su llanto se hizo mío. Con su nacimiento, renací como madre que acompaña. Fue su llegada lo que me hizo dudar y rebuscar respuestas en Internet. Fue por ella que encontré a otros perros verdes y me uní a ellos. Fueron su nacimiento, nuestra lactancia cuesta arriba a pesar de lo aprendido y el reencuentro conmigo misma, lo que me convirtieron en la activista provocadora que ahora, orgullosamente, soy.
Hoy Piojilla cumple 4 años. Quiero abrazarla fuerte y comérmela a besos. Si no hubiera tenido este parto, si no hubiese sido todo tan complicado después... hoy no estaría escribiendo estas líneas. A ella le debo mi encuentro con otras como yo. A ellas les debo el tener las cosas más claras que nunca.
Sin aquellas locas pululando por la red, sin aquellos foros en los que un día encontré la sigla EPEN, sin mi amiga Dakota que me arrastró sin miedo a lo desconocido, sin Andorra que estuvo allí para ayudarme, sin la Liga, sin las mujeres que llaman y confían, sin el abrazo querido y la palabra justa: hubiera estado -estaría- muy sola.
Dejé de hablar bajito. Dejé de aprender y guardar para mí aquello que sabía. Hoy lo grito a voces y sin miedos.
Por eso, hoy también es mi cumpleaños.
¡¡Salud!!!